Cada 25 de septiembre la Iglesia celebra a San Carlos de Sezze, fraile franciscano italiano, poeta y místico del siglo XVII. El corazón de fray Carlos fue traspasado por un rayo de luz que brotó de la Eucaristía, y que le dejó una herida abierta en el pecho por el resto de sus días.
El nombre de pila de San Carlos de Sezze fue Juan Carlos Marchioni. Nació en 1620, en el pequeño pueblo italiano de Sezze, región de Lacio. De origen humilde, empezó la escuela gracias a que sus padres lo enviaron con mucho esfuerzo.
Un día, por no dar adecuadamente una lección, recibió un tremendo castigo físico -a la usanza de la época- a manos de su maestro. Sus padres, decepcionados, pensaron que el muchacho carecía de lo necesario para progresar y lo enviaron a trabajar al campo, donde -pensaban ellos- el jovencito podría ser de mayor provecho.
Carlos pensó, por su parte, que su fortuna no había sido tan mala y que podría vivir en el campo para siempre, lejos del compromiso de tener que educarse.
Pero sucedió que un día una bandada de aves espantó a los bueyes que Carlos dirigía mientras araba la tierra, y estos arremetieron contra él. En el instante en que esperaba la peor embestida, preso del terror, se le pasó por la cabeza que perdería la vida irremediablemente. Entonces, su mente, por “reflejo”, se dirigió a Dios y prometió que si se salvaba se “metía al convento”.
Un par de segundos después, abrió los ojos y tomó aire, miró alrededor, y vio que las bestias se habían alejado. Estaba ileso, sin herida alguna.
Unos días después de aquel susto, Carlos vio pasar a unos franciscanos por el campo. Raudo, se acercó a ellos a preguntar cómo tenía que hacer para entrar en su comunidad. Ellos le dijeron que fuera a Roma a hablar con el padre superior.
Carlos, de inmediato, se juntó con tres amigos, y unos días más tarde partió hacia la Ciudad Eterna.
Los cuatro compañeros llegaron a la casa de los franciscanos en Roma y fueron recibidos por el superior. Este, para probar sus intenciones, los recibió ásperamente y los trató como haraganes -unos más de todos los que tocaban la puerta del convento para asegurarse alimento gratis y un techo-. Acto seguido, el padre superior los echó fuera.
Los jóvenes insistieron alegando que sus intenciones eran rectas, pero tuvieron que apartarse. Decidieron, al rato, tocar otra de las puertas del convento y suplicar con gritos al superior que los recibiera nuevamente. Este, haciéndose el difícil, les dijo que esa noche les permitiría dormir allí como limosneros, pero que al día siguiente tendrían que irse definitivamente.
Los cuatro aceptaron la propuesta con humildad, pero, al día siguiente, en vez de ser echados, recibieron un mensaje -inesperado- del superior. El fraile les mandaba decir que habían pasado la prueba preparatoria y que quedaban admitidos como aspirantes.
A Carlos lo nombraron portero del convento.
Su costumbre era admitir a todo caminante pobre que pidiera hospedaje en las noches, generalmente frías, y repartir entre los huéspedes la limosna que la gente con más recursos le dejaba. Al principio el superior se lo aceptaba, pero después lo llamó y le dijo: “De hoy en adelante no admitiremos a hospedarse sino a unas poquísimas personas, y no repartiremos sino unas pocas limosnas, porque estamos dando demasiado”.
Él obedeció, pero sucedió entonces que dejaron de llegar las cuantiosas ayudas que llevaban los benefactores de la Orden. Entonces, el superior lo llamó para preguntarle cuál podría ser la causa de tal disminución.
“La causa es muy sencilla –respondió el hermano Carlos-. Es que dejamos de dar a los necesitados y Dios dejó de darnos a nosotros. Porque con la medida con la que repartamos a los demás, con esa medida nos dará Dios a nosotros”.
Esa misma noche fray Carlos tenía de nuevo el permiso para recibir a cuanto huésped pobre llegara, y para repartir las limosnas generosamente. Dios volvió a enviar a los frailes copiosas donaciones, suficientes para vivir y ayudar.
Quienes reconocían la profunda vida espiritual del santo le solicitaron que redactara ciertas pautas para orar mejor y crecer en santidad. El fraile lo hizo así y además permitió que se difundiera el texto. Esto, lamentablemente, le causó serias reprimendas y por poco lo expulsan de la comunidad.
El pobre hombre no tenía ni idea de que para estas cosas son necesarias censuras y revisiones. Humillado, el santo se arrodilló ante el crucifijo para desahogar su dolor, hasta que, de pronto, oyó una voz que le decía: “Ánimo, que estas cosas no te van a impedir entrar en el paraíso”. Era Cristo, que desde el crucifijo le había hablado.
Había una breve y sencilla oración que el hermano Carlos repetía con frecuencia: “Señor, enciéndeme en amor a Ti”. Esta petición o jaculatoria siempre estaba en sus labios o en sus pensamientos. Eran sencillas palabras que expresaban cuánto Cristo lo había transformado y cuán unida a Él se hallaba su alma.
Un día de octubre de 1648, durante la elevación del Santísimo Sacramento, San Carlos vio cómo un rayo de luz brotaba de la hostia consagrada en dirección a su pecho. Entonces, en ese instante, mientras clamaba a Dios angustiado, sintió que la luz le traspasaba el corazón.
Desde ese día, en su pecho, quedó una herida abierta.
San Carlos de Sezze escribió varios poemas, todos de carácter místico, en la tradición de la poesía del amor divino, característica del medioevo italiano. Destacan Las tres vías, El sagrado septenario, y Los discursos sobre la vida de Jesús.
Por otro lado, San Carlos redactó por orden de su confesor una Autobiografía, decisiva para entender su alma mística.
San Carlos de Sezze fue beatificado en 1882 por el Papa León XIII, más de dos siglos después de su muerte. Fue canonizado por el Papa San Juan XXIII el 12 de abril de 1959.
Etiquetas: Italia, Santos, santoral
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