6 de noviembre de 2022 / 2:26 a. m.
En su último día en Bahrein, el Papa Francisco mantuvo un encuentro de oración con obispos, sacerdotes, consagrados, seminaristas y agentes pastorales.
En su discurso hizo un llamado a no “fingir que no vemos las obras del mal”, no quedarnos en una “‘vida tranquila’ para no ensuciarnos las manos”, que por el contrario busquemos “manifestar el Evangelio con nuestro testimonio de vida”.
A continuación el texto completo:
Queridos obispos, sacerdotes, consagrados, seminaristas y agentes de pastoral, ¡buenos días!
Estoy contento de encontrarme entre ustedes, en esta comunidad cristiana que manifiesta bien su rostro “católico”, es decir, universal; una Iglesia formada por personas provenientes de muchas partes del mundo, que se reúnen para confesar la única fe en Cristo. Mons. Hinder, a quien agradezco su servicio y sus palabras, habló ayer de «un pequeño rebaño constituido por migrantes». Así que, saludando a cada uno de ustedes, pienso también en sus pueblos de pertenencia, en sus familias, que llevan en el corazón con un poco de nostalgia, en sus países de origen. En particular, viendo aquí presentes a fieles del Líbano, aseguro mi oración y cercanía a ese amado país, tan cansado y probado, y a todos los pueblos que sufren en Oriente Medio. Es hermoso pertenecer a una Iglesia formada de historias y rostros diversos que encuentran armonía en el único rostro de Jesús. Y dicha variedad —que he visto en estos días— es el espejo de este país, de la gente que habita en él, así como del paisaje que lo caracteriza y que, aun dominado por el desierto, posee una rica y variada presencia de plantas y de seres vivos.
Las palabras de Jesús que hemos escuchado hablan del agua viva que brota de Cristo y de los creyentes (cf. Jn 7,37-39). Me hicieron pensar precisamente en esta tierra. Es verdad, hay mucho desierto, pero también hay manantiales de agua dulce que corren silenciosamente en el subsuelo, irrigándolo. Es una hermosa imagen de lo que son ustedes y sobre todo de lo que la fe realiza en la vida; emerge a la superficie nuestra humanidad, demacrada por muchas fragilidades, miedos, desafíos que debe afrontar, males personales y sociales de distinto tipo; pero en el fondo del alma, en lo íntimo del corazón, corre serena y silenciosa el agua dulce del Espíritu, que riega nuestros desiertos, vuelve a dar vigor a lo que amenaza con secarse, lava lo que nos degrada, sacia nuestra sed de felicidad. Y siempre renueva la vida. Esta es el agua viva de la que habla Jesús, esta es la fuente de vida nueva que nos promete: el don del Espíritu Santo, la presencia tierna, amorosa y revitalizadora de Dios en nosotros.
Nos hace bien, pues, detenernos en la escena que describe el Evangelio. Jesús se encontraba en el templo de Jerusalén, donde se estaba celebrando una de las fiestas más importantes, durante la cual el pueblo bendecía al Señor por el don de la tierra y de las cosechas, haciendo memoria de la Alianza. En ese día de fiesta se realizaba un rito importante: el sumo sacerdote se dirigía a la piscina de Siloé, sacaba agua y luego, mientras el pueblo cantaba y exultaba, la derramaba fuera de los muros de la ciudad para indicar que de Jerusalén iba a fluir una gran bendición para todos. En efecto, sobre Jerusalén el salmista había dicho: «Todas mis fuentes están en ti» (Sal 87,7); y el profeta Ezequiel había hablado de un manantial de agua que, brotando del templo, iba a irrigar y fecundar como un río toda la tierra (cf. Ez 47,1-12).
En vista de lo anterior, comprendemos bien qué quiere decirnos el Evangelio de Juan con esta escena: estamos en el último día de la fiesta, Jesús, «poniéndose de pie», exclamó: «El que tenga sed, venga a mí» (Jn 7,37), porque «de su seno brotarán manantiales de agua viva» (v. 38). Y el evangelista explica: «Él se refería al Espíritu que debían recibir los que creyeran en él. Porque el Espíritu no había sido dado todavía, ya que Jesús aún no había sido glorificado» (v. 39). Se hace referencia a la hora en que Jesús muere en la cruz. En ese momento, ya no es del templo de piedras, sino del costado abierto de Cristo que saldrá el agua de la vida nueva, el agua vivificante del Espíritu Santo, destinada a regenerar a toda la humanidad liberándola del pecado y de la muerte.
Hermanos y hermanas, recordemos siempre esto: la Iglesia nace allí, nace del costado abierto de Cristo, de un baño de regeneración en el Espíritu Santo (cf. Tt 3,5). No somos cristianos por nuestros méritos o sólo porque nos adherimos a un credo, sino porque en el Bautismo nos fue donada el agua viva del Espíritu, que nos hace hijos amados de Dios y hermanos entre nosotros, convirtiéndonos en criaturas nuevas. Todo brota de la gracia, todo viene del Espíritu Santo. Permítanme, entonces, detenerme brevemente con ustedes sobre tres grandes dones que el Espíritu Santo nos da y nos pide que acojamos y vivamos: la alegría, la unidad y la profecía.
En primer lugar, el Espíritu es fuente de alegría. El agua dulce que el Señor quiere hacer correr en los desiertos de nuestra humanidad, amasada de tierra y de fragilidad, es la certeza de no estar nunca solos en el camino de la vida. En efecto, el Espíritu es Aquel que no nos deja solos, es el Consolador; nos alienta con su presencia discreta y benéfica, nos acompaña con amor, nos sostiene en las luchas y en las dificultades, anima nuestros sueños más hermosos y nuestros deseos más grandes, abriéndonos al asombro y a la belleza de la vida. Por eso, la alegría del Espíritu no es un estado ocasional o una emoción del momento; tampoco es esa especie de «alegría consumista e individualista tan presente en algunas experiencias culturales de hoy» (Exhort. ap. Gaudete et exsultate, 128). Es, en cambio, la alegría que nace de la relación con Dios, de saber que, aun en las dificultades y en las noches oscuras que a veces atravesamos, no estamos solos, perdidos o derrotados, porque Él está con nosotros. Y con Él podemos afrontar y superar todo, incluso los abismos del dolor y de la muerte.
A ustedes, que han descubierto esta alegría y la viven en comunidad, quisiera decirles: consérvenla, más aún, multiplíquenla. ¿Y saben cuál es la mejor manera? Dándola. Sí, la alegría cristiana es contagiosa, porque el Evangelio hace salir de sí mismo para comunicar la belleza del amor de Dios. Por lo tanto, es esencial que en las comunidades cristianas la alegría no decaiga y se comparta; que no nos limitemos a repetir gestos por rutina, sin entusiasmo, sin creatividad. Es importante que, además de la liturgia, particularmente en la celebración de la Misa, fuente y cumbre de la vida cristiana (cf. Sacrosanctum Concilium, 10), hagamos circular la alegría del Evangelio también a través de una acción pastoral dinámica, especialmente para los jóvenes, las familias y las vocaciones a la vida sacerdotal y religiosa. La alegría cristiana no se puede retener para uno mismo; sólo cuando la hacemos circular, se multiplica.
En segundo lugar, el Espíritu Santo es fuente de unidad. Los que lo acogen reciben el amor del Padre y se convierten en sus hijos (cf. Rm 8,15-16); y, si son hijos de Dios, son también hermanos y hermanas. No puede haber lugar para las obras de la carne, es decir, del egoísmo; como las divisiones, las peleas, las calumnias, las murmuraciones. Las divisiones del mundo, y también las diferencias étnicas, culturales y rituales, no pueden dañar o comprometer la unidad del Espíritu. Por el contrario, su fuego destruye los deseos mundanos y enciende nuestras vidas con ese amor acogedor y compasivo con el que Jesús nos ama, para que también nosotros podamos amarnos así entre nosotros. Por eso, cuando el Espíritu del Resucitado desciende sobre los discípulos, se convierte en fuente de unidad y de fraternidad contra todo egoísmo; inaugura el único lenguaje del amor, para que los diversos lenguajes humanos no permanezcan lejanos e incomprensibles; rompe las barreras de la desconfianza y del odio, para crear espacios de acogida y de diálogo; libera del miedo e infunde la valentía de salir al encuentro de los demás con la fuerza desarmada y desarmante de la misericordia.
(El artículo continúa después)
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Esto es lo que hace el Espíritu Santo, modela de este modo a la Iglesia desde sus orígenes. Desde Pentecostés las procedencias, las sensibilidades y las diferentes visiones se armonizan en la comunión, se forjan en una unidad que no es uniformidad. Si hemos recibido el Espíritu, nuestra vocación eclesial es principalmente la de cuidar la unidad y cultivar el conjunto, es decir —como dice san Pablo— «conservar la unidad del Espíritu, mediante el vínculo de la paz. Hay un solo Cuerpo y un solo Espíritu, así como hay una misma esperanza, a la que [hemos] sido llamados» (Ef 4,3-4).
En su testimonio, Chris ha dicho que, cuando era muy joven, lo que le había fascinado de la Iglesia católica era «la devoción común de todos los fieles»; todos reunidos en una sola familia, todos para cantar las alabanzas del Señor, sin importar el color de la piel, la procedencia geográfica o el idioma. Esta es la fuerza de la comunidad cristiana, el primer testimonio que podemos dar al mundo. ¡Tratemos de ser custodios y constructores de unidad! Para ser creíbles en el diálogo con los demás, vivamos la fraternidad entre nosotros. Hagámoslo en las comunidades, valorando los carismas de todos sin mortificar a nadie; hagámoslo en las casas religiosas, como signos vivos de concordia y de paz; hagámoslo en las familias, de modo que el vínculo de amor del sacramento se traduzca en actitudes cotidianas de servicio y de perdón; hagámoslo también en la sociedad multirreligiosa y multicultural en la que vivimos. Estemos siempre en favor del diálogo, seamos tejedores de comunión con los hermanos de otros credos y confesiones. Sé que en este camino ustedes ya dan un hermoso ejemplo, pero la fraternidad y la comunión son dones que no debemos cansarnos de pedir al Espíritu, para rechazar las tentaciones del enemigo, que siempre siembra cizaña.
Por último, el Espíritu es fuente de profecía. La historia de la salvación, como sabemos, está repleta de numerosos profetas que Dios llama, consagra y envía en medio del pueblo para que hablen en su nombre. Los profetas reciben del Espíritu Santo la luz interior que los hace intérpretes atentos de la realidad, capaces de captar dentro de las tramas, a menudo oscuras, de la historia, la presencia de Dios, e indicarla al pueblo. Con frecuencia las palabras de los profetas son penetrantes; llaman por su nombre a los proyectos de mal que se anidan en el corazón de la gente, ponen en crisis las falsas seguridades humanas y religiosas, e invitan a la conversión.
También nosotros tenemos esta vocación profética; todos los bautizados han recibido el Espíritu y son profetas. Y como tales no podemos fingir que no vemos las obras del mal, quedarnos en una “vida tranquila” para no ensuciarnos las manos. Por el contrario, hemos recibido un Espíritu de profecía para manifestar el Evangelio con nuestro testimonio de vida. Por eso san Pablo exhorta: «Aspiren a los dones espirituales, sobre todo al de profecía» (1 Co 14,1). La profecía nos hace capaces de practicar las bienaventuranzas evangélicas en las situaciones de cada día, es decir, de edificar con firme mansedumbre ese Reino de Dios en el que el amor, la justicia y la paz se oponen a toda forma de egoísmo, de violencia y de degradación. He apreciado que Sor Rose haya hablado del ministerio con las mujeres que se encuentran detenidas en las cárceles; una posibilidad que debemos agradecer.
La profecía que edifica y conforta a estas personas consiste en compartir con ellas el tiempo, anunciarles la Palabra del Señor, rezar con ellas. Es prestarles atención, porque allí donde hay hermanos necesitados, como los presos, está Jesús, Jesús herido en cada persona que sufre (cf. Mt 25,40). Pero hacerse cargo de los detenidos nos ayuda a todos, como comunidad humana, porque según cómo se trate a los últimos es como se mide la dignidad y la esperanza de una sociedad.
Queridos hermanos y hermanas, finalmente quisiera decirles “gracias” por estos días vividos juntos. Con el corazón lleno de gratitud los bendigo a todos, especialmente a cuantos han trabajado por este viaje. Y, viendo que estas son las últimas palabras públicas que pronuncio, permítanme agradecer a Su Majestad el Rey y a las autoridades de este país por la exquisita hospitalidad. Los animo a seguir con constancia y alegría su camino espiritual y eclesial. Y ahora invoquemos la intercesión maternal de la Virgen María, que me alegra venerar como Nuestra Señora de Arabia. Que Ella nos ayude a dejarnos guiar siempre por el Espíritu Santo y nos mantenga alegres, unidos en el afecto y en la oración. No se olviden de rezar por mí, cuento con ello. ¡Gracias!
Si decides ayudarnos, ten la certeza que te lo agradeceremos de corazón.
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