Lo primero que constatamos cada mañana al despertar es que estamos vivos, que Dios nos ha dado un nuevo día. Quiere que disfrutemos el don de la vida, que pasemos el día juntos gozando de tantas cosas buenas y bellas que Él ha creado, caminando felices en su presencia, con los pies en la tierra y la mirada en el cielo. Comenzar el día con una oración es escuchar la palabra del Señor que nos dijo: “¡Cuantas veces quise juntar a tus hijos, como la gallina junta sus polluelos debajo de las alas, y no quisiste!” (Mt 23,37) y responderle: Hoy sí quiero vivir este día bajo tu mirada y tu protección.
Cada día es un regalo y, como todo regalo, viene envuelto con un toque de misterio y de sorpresa. No controlamos todo lo que va a pasar hoy, a quiénes vamos a encontrar, qué experiencias vamos a vivir, qué noticias vamos a conocer, qué retos, éxitos y fracasos nos aguardan. El regalo del tiempo y de la vida es siempre nuevo, diferente, irrepetible.
Es propio de un buen hijo de Dios comenzar el día con una oración para darle gracias como Creador del tiempo y de la historia, como origen y meta de nuestra existencia; alzar hacia Él nuestra mirada para alabarle y pedirle ayuda.
Cada mañana, sin falta, sale el sol por el oriente. Comenzar el día mirando a Cristo, Sol naciente, es comenzar a caminar orientados. El sol naciente nos recuerda que Cristo ha resucitado, que Dios ha vencido las tinieblas de la muerte. “A toda la tierra alcanza su pregón y hasta los límites del orbe su lenguaje. Allí le ha puesto su tienda al sol: él sale como el esposo de su alcoba, contento como un héroe, a recorrer su camino. Asoma por un extremo del cielo, y su órbita llega al otro extremo: nada se libra de su calor.” (Sal 18, 5-7)
Cuando inicias el día con una oración te sientes bien, lleno de amor, de paz y de fuerza, y tienes el gusto de saber que has complacido a Dios. Por el contrario, comenzar el día sin hacer presente en nuestra historia a Cristo Luz del mundo, es caminar a oscuras y desorientados. Jesucristo es el Camino, la Verdad y la Vida.
“Si buscas, pues, por donde has de ir, acoge en ti a Cristo, porque él es el camino: Éste es el camino, caminad por él. Y san Agustín dice: «Camina a través del hombre y llegarás a Dios.» Es mejor andar por el camino, aunque sea cojeando, que caminar rápidamente fuera de camino. Porque el que va cojeando por el camino, aunque adelante poco, se va acercando al término; pero el que anda fuera del camino, cuanto más corre, tanto más se va alejando del término.” (Santo Tomás de Aquino)
El libro de los salmos ofrece oraciones que toda alma sedienta puede hacer suyas, podemos apropiar las palabras pero sobre todo las actitudes del salmista.
En la mañana las actitudes fundamentales son:
1. La bendición y la alabanza: decirle que creemos en Él, que le amamos y le bendecimos.
2. El ofrecimiento: decirle que, hagamos lo que hagamos, queremos hacerlo para su gloria; que unimos nuestros pensamientos, nuestros sentimientos y nuestros actos a los de Cristo, con el deseo de ser alabanza de Su gloria.
3. La súplica: sabiéndose pobre, débil y necesitado, pedirle ayuda, luz, prudencia, caridad, fortaleza: “Sin ti nada puedo, contigo todo lo puedo.”
4. La confianza: abandonarnos en Sus brazos, con la certeza de que Él, como buen Padre, cuidará de nosotros.
Cito algunos versículos de los salmos:
“Oh Dios, tú eres mi Dios, por ti madrugo,
mi alma está sedienta de ti;
mi carne tiene ansia de ti,
como tierra reseca, agostada, sin agua.” (Sal 62,2)
“Por la mañana escucharás mi voz; por la mañana te expongo mi causa y me quedo aguardando” (Sal 5,4)
Levanto mis ojos a los montes:
¿de dónde me vendrá el auxilio?
El auxilio me viene del Señor,
que hizo el cielo y la tierra.
No permitirá que resbale tu pie,
tu guardián no duerme;
no duerme ni reposa
el guardián de Israel.
El Señor te guarda a su sombra,
está a tu derecha;
de día el sol no te hará daño,
ni la luna de noche.
El Señor te guarda de todo mal,
él guarda tu alma;
el Señor guarda tus entradas y salidas,
ahora y por siempre. (Sal 120)
“El Señor es mi pastor,
nada me falta:
en verdes praderas me hace recostar;
me conduce hacia fuentes tranquilas
y repara mis fuerzas;
me guía por el sendero justo,
por el honor de su nombre.
Aunque camine por cañadas oscuras,
nada temo, porque tú vas conmigo:
tu vara y tu cayado me sosiegan.
Preparas una mesa ante mí
enfrente de mis enemigos;
me unges la cabeza con perfume,
y mi copa rebosa.
Tu bondad y tu misericordia me acompañan
todos los días de mi vida,
y habitaré en la casa del Señor
por años sin término.” (Sal 22)
La oración de la mañana puede ser tan simple como hacer la señal de la cruz, pero bien hecha, de manera pausada y solemne, cargada de sentido.
Podemos también rezar el Padre Nuestro y el Avemaría, o valernos de una o varias oraciones vocales con las que nos sintamos identificados. Podrían ser los salmos citados u otros, podrían ser oraciones tomadas de un devocionario. A mis catorce años mi director espiritual me dio una oración que incluyo a continuación. Hoy acostumbro a rezar una oración al Padre, otra al Hijo, otra al Espíritu Santo y finalmente a la Virgen María y a mi Ángel de la Guarda. También rezo las Laudes de la Liturgia de las Horas.
Esta es la oración de la mañana con que yo aprendí a ofrecer el día en mi adolescencia:
Señor Jesús:
Te entrego mis manos para hacer tu trabajo.
Te entrego mis pies para seguir tu camino.
Te entrego mis ojos para ver como tú ves.
Te entrego mi lengua para hablar tus palabras.
Te entrego mi mente para que tú pienses en mí.
Te entrego mi espíritu para que tú ores en mí.
Sobre todo te entrego mi corazón para que en mí ames a tu Padre y a todos los hombres.
Te entrego todo mi ser para que crezcas tú en mí, para que seas tú, Cristo, quien viva, trabaje y ore en mí.
Amén.
Ofrezco otras dos oraciones muy bellas que pueden servirte:
* ¡Dios mío! Te ofrezco todas mis acciones de hoy, según las intenciones del Sagrado Corazón de Jesús, y sólo para su gloria.
Quiero santificar los latidos de mi corazón, mis pensamientos y mis
obras, por más insignificantes que sean, uniéndolas a sus méritos
infinitos, y para reparar mis faltas, arrojándolas en la inmensa
hoguera de su Amor Misericordioso.
¡Oh Dios mío! te pido para mí y para mis seres queridos, la gracia
de cumplir, con toda perfección, tu santa voluntad y aceptar,
por tu amor, las alegrías y las penas de esta vida pasajera,
para que un día estemos reunidos en el Cielo por toda la
eternidad. Amén
(Santa Teresa del Niño Jesús)
* Padre, me pongo en tus manos, haz de mí lo que quieras, sea lo que sea, te doy las gracias. Estoy dispuesto a todo, lo acepto todo, con tal que tu voluntad se cumpla en mí, y en todas tus criaturas. No deseo nada más, Padre. Te confío mi alma, te la doy con todo el amor de que soy capaz, porque te amo y necesito darme a Ti, ponerme en tus manos sin medida, con una infinita confianza, porque Tú eres mi Padre.
(Charles de Foucauld).
Ojalá cada mañana puedas dedicarle al Señor al menos un minuto de calidad para decirle que le amas con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente (cf Mt 22,37) Y cuando digo un minuto de calidad no estoy diciendo que no se pueden rezar las oraciones de la mañana mientras te vistes, o de camino a la universidad o al trabajo, lo que quiero decir es que es incomparable el valor y el poder de un minuto con la atención y el corazón centrados totalmente en Dios.
Hay quienes se arrodillan ante el crucifijo antes de salir de casa, lo besan y con una simple mirada llena de fe, amor y confianza le dicen al Señor mucho más de lo que pueden expresar mil palabras.